martes, 20 de febrero de 2007

PARAR EL MUNDO, DESTRUIRLO Y VOLVERLO A CREAR

Este es nuestro mundo, un mundo clasificado por criterios de hambre y que deberíamos tener siempre a la vista. O mejor aún: memorizado en el corazón.



Más de 800 millones de personas padecen hambre en este mundo: cada 4 segundos muere una persona de hambre. Y cuando no es el hambre es la malaria, el sida, la fiebre del sueño, la guerra o la barbarie. ¿Y qué hacemos nosotros?

Sólo en la Unión Europea, modelo de desarrollo según algunos, se calcula que hay 3 millones de personas sin hogar, sin techo, y otros 18 millones de personas que viven en viviendas precarias. En algunos lugares de Africa, los afortunados que disponen de un miserable cobijo ven, con dolor y resignación, cómo se lo queman. Y si no se lo queman da igual porque los niños serán reclutados por mercenarios, les colgarán un arma (como las de juguete, pero con balas de verdad) y los mandarán a pegar tiros, pero, sobretodo, a recibirlos y a morir por no se sabe qué.

En la última revista de Médicos Sin Fronteras leo, estremecido, las siguientes palabras del pediatra Xavier Casero, desde Níger:
Y pienso si al llegar, como cada mañana, al hospital, seguirán estando los mismos que dejé ayer. Pero nunca es así. Cada día la primera noticia es la desaparición de uno o dos durante la noche.También desaparecen durante el día. Cuando llegan en condiciones en las que poco puedo hacer.
Pero durante el día es diferente, porque puedo o creo que puedo luchar. Y lucho por salvar esa vida. Por intentar que ese ser pueda seguir soñando. Igual que yo, igual que tú.

Y cuando lucho, la angustia es diferente. Aunque ni más ni menos. Diferente. La muerte es la misma. Por malaria, meningitis o fiebre tifoidea...la muerte es la misma.
A menudo no sé dónde mirar, a quién mirar. Las madres lloran y mi mirada se pierde. Acabo mirándome a mí mismo. Intentando pensar si lo podía haber hecho de otro modo. Acabo mirando a mis compañeros, como pidiéndoles explicaciones que tampoco ellos tienen. Miro al suelo y sólo encuentro insectos.
Miro al cielo y exijo que alguien pare el mundo. Lo destruya y lo vuelva a crear.
Y luego bajo la mirada, y vuelvo a mirar a la madre que llora, y llorando se aleja con el cadáver en brazos. Envuelto en una tela de colores. Se distancia sola, sin más compañía que la de su hijo muerto. En sus brazos. Ya no va a su espalda. Ya no se mueve. Permanece rígido y firme. Ya no sufre la sed ni la enfermedad.
Y necesito fuerzas para levantar mis ojos, y ponerlos de nuevo sobre otro niño que todavía respira. Que debe seguir respirando. Porque es su derecho a vivir, a soñar...
¿Y qué hacemos nosotros?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Se trata de tema muy complicado, porque a todos nos da pena pero nadie hace nada al respecto, ¿por qué? porque a nadie realmente le afecta. Creo que estamos ante un problema de muy dificil solución.

Joaquim dijo...

Pues sí, lo parece. Pero creo que algo podría hacerse. Fíjate: hoy el mundo tiene una población de unos 6.690 millones de personas. Si de esa población restamos 850 milones (que es la población estimada con hambre endémico) nos quedan 5.840 millones de personas sin hambre. De esa población, 862 millones de personas viven en países desarrollados. Si de los que viven en países desarrollados restamos la mitad (por considerar que tienen escasos recursos o que son menores de edad o pertenecientes a la tercera edad), nos quedan unos 430 millones de personas (grosso modo) que podrían hacer un donativo sin verse afectados en su economía. Si se hiciera un donativo de 10 euros por persona y mes durante 10 meses, tendríamos una aportación de 43 mil millones de euros al año (cantidad nada despreciable). Y eso sin contar con las ayudas que los Estados pueden (y deben) hacer.

Desde luego, estas aportaciones pueden ser de choque, o para invertirlas adecuadamente, por aquello que se dice: si quieres evitar el hambre, no le des al hambriento un pescado; enséñale a pescar...